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UDD en la Prensa

Internacional: algo está pasando

 Guido Larson
Guido Larson Académico Facultad de Gobierno

Hace algunos años atrás, el historiador británico Niall Ferguson advertía que ciertos principios que se dan por supuestos en las sociedades occidentales deben tomarse con suspicacia. No porque no tengan valor en sí mismos, sino porque la historia demuestra que pueden verse amenazados de forma rápida por procesos complejos y que son difíciles de observar, precisamente porque ocurren en el trasfondo de nuestra realidad cotidiana.
“Mucho de lo que propone el liberalismo se da por sentado e incluso es insultado. Damos por sentada la libertad y por eso mismo no entendemos cuán increíblemente vulnerable es” le comentaba Ferguson a un periodista de The Guardian.
Y lo que ha ocurrido este año en el mundo puede ser señal de lo anterior. No solamente al considerar eventos como el intento de golpe fallido en Turquía (y que algunos analistas califican como auto-golpe), o como el episodio de Brexit, o como la valoración que se le dan a líderes altamente autoritarios como Putin o Netanyahu (sin siquiera mencionar a Trump), sino incluso por cosas como lo que ocurrió con la muerte de Fidel Castro, donde todos los comentarios se orientaron a la idea que la isla finalmente se abrirá en términos políticos, pero cuyo destino es, a fin de cuentas, incierto, especialmente al considerar ejemplos como el chino, tal vez la nación con la mayor capacidad de administrar eficientemente el régimen capitalista pero con evidentes vacíos de orden político y mantención del rol central del PC.
No parece ser coincidencia que en el año que Bob Dylan gana el premio Nobel de literatura, distintos comentaristas y analistas estén aludiendo a la letra de su famosa Ballad for a Thin Man: algo está pasando, pero no sabemos lo que es. ¿Es eso cierto?
Es difícil hacer sentido a procesos tan distintos y aparentemente contradictorios. Siempre existe la tentación de suponer momentos de transformación cuando éstos no existen, o creer que múltiples eventos en un período corto de tiempo, forman parte de un proceso mayor cuando perfectamente pueden ser anomalías. Sin embargo, al tomar una perspectiva un poco más amplia creo que hay evidencia para pensar en ciertas reorientaciones de mayor escala.
Por un lado, parece ser que las sociedades civiles a lo largo del mundo han caído en lo que algunos denominan la ‘segunda ola de disenso’. De acuerdo al Carnegie Endowment for International Peace, las protestas, levantamientos y movilizaciones se han incrementado a partir de mediados de la década pasada, haciendo notorio cierto desgaste y desajuste entre las exigencias de la sociedad y las respuestas de la política. Una sociedad más consciente de sí es también más intolerante a percepciones de injusticia, de inequidad o de agravios a estándares de moralidad.
Desde Azerbaiyán a Egipto, y desde Brasil a Corea del Sur, personas de diversas orientaciones culturales han salido a la calle. No hay, ciertamente, un tópico común salvo, tal vez, una sensación de desamparo gatillada por causas heterogéneas y que ocurren (como apropiadamente lo calificaba Anthony Beevor), a una velocidad terrible. Este desacople y la aparente incapacidad de Estados, gobiernos y autoridades para enfrentar los nuevos desafíos alimenta la incertidumbre y la inestabilidad.
El profesor de la Universidad de Rutdgers, James Livingson (y quien escribe ‘No More Work: Why Full Employment is a Bad Idea’), lleva también un tiempo insinuando que, tras la superficie, se esconde una incomprensión social por cosas como el trabajo. Pero es una incomprensión asociada a la irracionalidad del sistema. Miles de millones de personas trabajando más de la mitad de sus vidas en empleos que generan salarios mediocres o lisa y llanamente insuficientes, y cuyas virtudes aparentes (moldear el carácter, fomentar la responsabilidad, incentivar la creatividad), no resultan ser argumentos convincentes cuando, justo enfrente de nosotros, algunos ejecutivos de Wall Street reciben compensaciones multimillonarias después de hacer colapsar el sistema financiero, o cuando actividades como la colusión para el enriquecimiento personal se penaliza con clases de ética.
En efecto, ¿cómo justificar el respeto por las normas de la convivencia social cuando hacer trampa garantiza bienestar material? ¿De qué manera puede racionalizarse un sistema que, como mínimo, es tan manifiestamente desigual? Con algunos tintes apocalípticos, el filósofo esloveno Slavoj Žižek ha entregado su pronóstico: que nadie se sorprenda si el mundo termina pareciéndose a los últimos éxitos hollywoodenses como The Hunger Games o Elysium.
Obviamente, este tipo de fenómenos tienen correlaciones y efectos medibles. Uno de ellos, de enorme importancia para el futuro político mundial, es el creciente auge de autoritarismo que parece observarse en múltiples sociedades desarrolladas.
Según ParlGorv, institución que maneja una enorme base de datos política para países miembros de la OECD, desde comienzos de los 80s, el voto recibido por partidos o figuras de tendencia populista y/o autoritaria se ha doblado, y si a eso se le suman las ganancias electorales para partidos como el Partido del Pueblo suizo, el Frente Nacional francés, o el Partido para la Libertad holandés, el panorama parece ser el de una oleada populista y autoritaria en países que eran estándares de liberalismo y de democracia.
Y la razón parece que conjuga cuatro factores: por un lado, un rechazo al establishment, una narrativa de retorno primitivista a una época de progreso real, una defensa de valores tradicionales en una etapa de múltiples cambios, y un ataque frontal a fenómenos que, correcta o incorrectamente, se interpretan como alterando la seguridad e incrementando la ansiedad (migración, globalización de los conflictos, terrorismo, interacción cultural).
Todos estos procesos tienen un potencial transformativo mayúsculo y por eso deben mirarse con atención. Pero la pregunta es qué ocurrirá. ‘Detrás de todo fascismo se encuentra el fracaso de una revolución’ decía proféticamente Walter Benjamin. Y no es impensable suponer que el autoritarismo creciente se base en la incapacidad de encausar anhelos de transformación de forma democrática, transparente y consensuada. Si una vuelta a un pasado idealizado no es posible, parece ser que se requiere repensar el futuro de forma seria. No vaya a ser que la oleada provoque inundación.